sábado, 14 de noviembre de 2015

Tengo un alumno que es un guepardo.


Se sienta al fondo, pero no es como los que se sientan allí, a la derecha. Él tiene la mirada afilada de ironía contenida, y no son los suyos los ojos de aquella otra compañera, rabiosa y hambrienta de miradas: él observa como el guepardo que calcula la fuerza de la gacela más débil, porque sabe que puede y que si quiere, podría cazarla sólo por el gusto de demostrar a toda la sabana de su clase que es la fiera dominante.

Lo adivino ya mayor, pasada esta enfermedad pasajera y necesaria que es la adolescencia y la fiebre de las hormonas, seguro y dueño de sí, caminando con paso decidido por un pasillo de cristaleras, el del undécimo piso del edificio de oficinas, la línea recta de su traje de chaqueta, impecable. Guepardo, al fin al cabo, y seguro que por entonces ya zorro viejo. Supongo que en ese tiempo tendrá la mirada aguda y condescendiente, cediendo el terreno calculado para simular ser quien no es, todo genio, como lo era en el pasillo del tercer piso: nada inocente.

Yo tengo suerte, porque no soy su presa; y como no lo sería, y él lo sabe y yo sé que lo sabe y él sabe que yo lo sé, sólo me mira penetrante y vivo, y se ríe porque los dos sabemos de su habilidad, pero callamos para poder yo observar cómo vigila...

-¿Preparado? -le pregunto, una mañana más, como siempre, mientras él controla su sitio desde el quicio de la puerta.

- Claro, Negre -me responde, con media sonrisa.

   

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